Desde que tengo uso de razón la muerte siempre me ha parecido
fascinante. ¿La vida es el proceso de la muerte? ¿Vivimos para morir? Preguntas más, preguntas menos. En los últimos días he estado intentando
reflexionar acerca de cómo me siento. Esta vez la muerte es real. Me ha tocado
la puerta a un horario imprevisto.
Yo la había visto venir, o eso creía. A menudo se sentaba por
largo tiempo en el jardín que teníamos a lado. Solía mirar desde ahí a través
de la pequeña ventana que tenemos. Estaba ahí, acechaba a hurtadillas. Se
tomaba un poco de ese líquido transparente, que asumo, es agua.
Nos veía desde lejos. Al parecer era el único que podía
verle. Después de levantarme por la mañana corría rápidamente hacia aquella
ventanita. Esperaba paciente a que apareciera.
En ocasiones fallaba. Supongo que
no se puede estar desocupada todo el tiempo.
Entre las pastillas, el mal humor y los pensamientos diáfanos
de muerte que tenía el abuelo, y que mi madre tomaba como un berrinche de un
viejo cascarrabias, aparecía esporádicamente.
Siempre tan paciente. Siempre
quise preguntarle ¿Por qué nos miraba tanto? ¿Qué tenía de especial el abuelo?
Si pudiera contestar, lo que diría sin dudar, es que era
hombre de principios inamovibles, claros. Sabía cuándo, cómo, dónde y hasta por
qué quería que las cosas se hicieran de un modo. Esa seguridad era la que nos
alejaba a menudo de él. El tener
seguridad en algo, nunca ha sido impedimento para equivocarse. Él lo hacía
bastante a menudo, como lo hago yo al elegir la ropa, o al decidir el momento
menos oportuno para confesar un amor, no hablemos de a la hora de tomar
decisiones importantes sobre mi futuro. En fin, era humano. Aunque por mucho tiempo se
había construido sobre él una historia casi mítica de que todo lo podía.
A los 3 años salió delante de la polio, aun cuando los
pronósticos eran desalentadores, a los casi 25 perdió un dedo, a los 27 a un
hijo. Y mi madre dice que alrededor de
los 30 su humanidad. Era un tipo duro,
como cualquier otro abuelo, tenía sus momentos de cariño y esos son los que
apreciamos en su momento. Esos pequeños recuerdos que te moldean el carácter y
el pensamiento sobre una persona en particular. He de confesar que no lo veía
muy seguido. Nuestros modos de vivir eran tan anticlimáticos. Él en la
hacienda, entre establos, trabajadores de la tierra, ganaderos. Yo entre filas
de asfalto, gente insensible y filas de coches. Todo un contraste.
Era autoritario, siempre fue así con mi madre y sus hermanas.
Y esperaba lo mismo con la nueva generación 14 individuos, moldeados en el
mundo moderno de la globalización, el posmodernismo y las nuevas tecnologías.
Evidentemente era imposible. De todos ellos yo era con el que más chocaba. La
molestia a la hora de comer era evidente; tanto así que pese a los ruegos de mi
madre empecé a optar por comer a solas.
Durante mucho tiempo, la señora muerte dejó de visitarnos. El
primer día corrí hacia la ventana y me senté a esperar como era habitual, pero
fue un intento fútil, nunca apareció. Así pasaron dos días, cinco, diez, el
mes, el año. Me preguntaba qué había pasado con ella. Por un momento pensé que
había perdido mi don para ver cosas que los demás no pueden ver. Había
escuchado de más de una persona que ese tipo de cosas se pierden con el pasar
de los años, la verdad lo ignoraba por completo, y a decir verdad era algo que
no me quitaba el sueño.
La vida transcurrió como siempre. Habían pasado cinco años
desde la última vez que la vi. Un día paseando por la ciudad y después de ir a
una revisión de mi trabajo de titulación la vi. O creí verla, en realidad no lo
sé con total seguridad. Estaba parada en aquella esquina. Se le veía cambiada,
era esbelta, tenía el cabello rubio, ojos cafés y una sonrisa que mataría a cualquiera,
¿pillan el chiste?, supe que era ella por dos razones, ninguna persona saldría
al medio día con un vestido negro con cuello de tortuga y mangas largas, no en
un lugar como este dónde las temperaturas llegaban hasta los 45 grados. Y la
segunda razón y más evidente era que a nadie parecía importarle, con ese clima
y ese vestuario, más de una persona hubiera hecho especial énfasis en tan
peculiar ser.
Estaba ahí, observaba atentamente, pareció reconocerme porque
de al pasar junto a ella me guiñó el ojo. Me hice al desentendido, fingí no
verla. Crucé de largo frente a ella, su olor era peculiar, no sabría decir si
olía a belladona, lirio o amapola; pero era un olor que sin duda no se parecía
en nada a las típicas flores que uno regala en una cita.
Ese mismo día el abuelo fue a parar al hospital, mi madre se
lo atribuía a un disgusto fuerte. Yo sabía que era obra de aquel enigmático
ser. Sensatamente había guardado silencio en cuanto a lo que veía. Además, no
estaba del todo seguro si iba por el abuelo o a por mí.
Quizá era a mí, esa posibilidad no me asustaba, al menos no
al principio. Después de todo era yo quien la veía, de haberla visto el abuelo
estoy seguro que se hubiera ido en un instante.
El abuelo salió
después de un mes en el hospital, nuevamente la muerte había desaparecido. ¿Era
una prueba? Me olvidé de ella después de
un par de meses. Todo fue tranquilidad. Durante dos años desapareció.
Durante esos dos años el abuelo cambió, no sé decir qué fue.
Comía menos, dormía más, le importaba poco interactuar con nosotros, las
piernas se le hicieron más flacas y a menudo reclamaba sin un ápice de humor:
-¿Por qué no me llevan ya.-
Mi madre meneaba la cabeza y esperaba con todas sus fuerzas
que lo que decía el abuelo fuera una especie de juego, yo sabía que no era así
y estoy seguro que en el fondo ella también lo sabía.
El siguiente encuentro de la muerte fue profético. La vi en
sueños, misma melena rubia, mismos ojos cafés, el vestido esta vez era ligeramente
diferente, era blanco.
Esta vez me veía desde un columpio, este colgaba desde la
rama de un frondoso árbol que parecía una ceiba. Ahí movía los pies con extremo
cuidado, yo parecía estar al otro lado del árbol en una especie de banca de
parque. Desde ahí la miraba a ratos, ella quedaba inmóvil. En más de una
ocasión me atrapó viéndola fijamente. Era imposible no mirar esos ojos cafés,
tenían una magia especial. Cuando me atrapaba viéndola fijamente, sonreía y
gesticulaba. Yo apartaba la mirada, no sabía de lo que era capaz y ciertamente
no me atrevía a experimentar qué es lo que sucedía.
Como era de esperarse, desperté, la voz de mi madre me
susurró al oído:
- ¿A dónde llamo una ambulancia?
Como pude articulé palabra y contesté:
-Al número de emergencia, 911
Mi madre desapareció.
Poco después otra voz, esta vez era mi padre:
-Te dejamos dinero para que compres
algo de comer, debemos ir al hospital
Quise incorporarme, pero sabía que era imposible, la lógica
me decía que tenía que ser el abuelo. No sé qué pasó, me quedé inmóvil. Cuando
recuperé la lucidez era de día. Bajé, mis primos dormían, mamá y papá no
estaban en casa. Fui por huevos.
Pasaron dos días hasta que volví a verla. Bajaba por las
escaleras de la casa, pasé hacia la cocina y la vi sentada en el jardín, tenía
las piernas cruzadas, y me miraba con los mismos ojos cafés. Me sorprendí al
verla, sin embargo, seguí con lo mío. Pasadas las 9 salí hacía la calle, debía
tomar el transporte al trabajo. Fue entonces cuando el celular sonó, ignoré el
primer timbrazo, el segundo fue más intenso. Cuando sonó el tercero contesté.
La voz de papá me dijo desde el otro lado del auricular.
-El abuelo ha muerto. -
Se quedó en silencio esperando a que dijera algo, yo separé
el celular de la oreja, miré fijamente la pantalla del móvil durante un tiempo…
- ¿Hola, estás ahí?
- Sí
– Contesté – ¿Ya es oficial? – me limité a decir.
- Sí
– contestó tajantemente.
Colgué, no sabía qué hacer. Debí haber llamado a mi hermano.
Pero en vez de eso corrí hacia la ventana. Ella seguía ahí. Me sorprendió
viéndola a los ojos. Sonrió de nuevo. Esta vez mantuve la mirada, se la clave
tan fuerte como pude. Ella seguía sonriendo, en un momento me guiñó el ojo y
desapareció.
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