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Diez para las diez.


 Eran las 9:40 cuando Rocío salió de la habitación. Llevaba consigo una buena botella de vino, un libro de Markus Zusak y un crucifijo.  Así era ella, de las personas que llevan cosas contradictorias al mismo tiempo. O más bien que en apariencia lo son pero que no tienen absolutamente nada que ver, en alguna ocasión había entrado a un restaurante vegano portando un abrigo de piel.


El lugar se volvió loco, la gente cotilleaba a su alrededor, ella tenía sus razones y no era de las personas que van a sitios intentando provocar y poco le importa realmente. Siempre se hacía preguntas en la cabeza ¿De qué trabajan los padres de las iglesias? Solía decirle a su madre cuando tenía poco menos de 8 años de edad. ¿Será que las personas se han puesto a pensar en lo que significan ciertas cosas para otras? Lo dudaba pero no podía evitar hacerse la pregunta a menudo.

Sin lugar a dudas era un ejemplar de persona bastante curiosa y atípica para la sociedad en la que vivía. Todo el mundo le cuestionaba ese gusto suyo por portar un crucifijo mientras a la vez decía convencida “No creo en lo que dice la biblia”.

Entonces venía la duda razonable o la duda lógica. ¿Por qué llevas puesto eso entonces? Le cuestionaron en más de una ocasión. Ella siempre respondía con una sonrisa en la cara.

Porque es algo que aprecio mucho, este es el recuerdo que llevo conmigo a todos lados, es parte de lo que soy, en este crucifijo se han mezclado victorias, fracasos, amigos, desamores, éxitos y decepciones. Todo lo que soy está representado en este pequeño objeto. Si intentara venderlo no obtendría nada, es una baratija cualquiera. Un objeto sin valor para cualquier comerciante excepto para aquellos que trafican con sentimientos, y de esos, ya hacía mucho tiempo que no conocía a ninguno.

 El último que conoció le había aportado al crucifijo, y por ende a su vida, la última gran decepción de su vida. Todo pintaba diferente, un chico letrado, tenía los pies sobre la tierra, no tenía dinero, pero quién querría algo así cuando podía disfrutar de una plática placentera que iba desde por qué Batman le ganaba a Superman, hasta las complicaciones acerca de la teoría de cuerdas y sus posibles implicaciones en el universo.

Un gran espectro de conversaciones hacen a una persona interesante. Además, era un gran comediante, poseía un fino sentido del humor que haría carcajearse al mismísimo Dr. House.  Si no fuese porque a menudo era demasiado franco, hace mucho tiempo se habría casado. El ser letrado e inteligente nunca ha sido impedimento para errar, al fin y al cabo, somos humanos. Y hasta el hombre más inteligente del mundo se ha equivocado alguna vez, seguramente le pasó igual que a Rocío, por confiar.

Llevaban poco más de 7 meses saliendo, todo iba bien, se la pasaban de maravilla. Una cena por aquí, un concierto allá, tres noches en la playa, a unas cuantas decenas de encuentros sexuales. Y de repente como si nada hubiera pasado, desapareció. Al principio Rocío se preocupó, pensaba que tenía que ser obra de algo macabro, pasó las primeras dos noches como loca llamando a todo el mundo, a sus amigos, a sus familiares, inclusive a la policía, pero todo fue infructífero.

Imprimió fotos de él y empezó a hacer carteles, salió con el objetivo de localizarlo a como dé lugar. Un día a las 9:35 de la noche recibió una llamada:

-Escúchame bien – dijo la voz desde el teléfono- conozco a ese hombre, al que buscas. Hace 2 años desapareció de mi vida también. Yo no fui tan gentil como tú, pensé que si quería volver, lo haría después de un tiempo. Pero nunca apareció de nuevo por mi casa, no sé bien qué habrá pasado o por qué dejó de salir conmigo. Pero estoy seguro que es igual de infeliz que nosotras en este momento. Tienes que estar dañado del cerebro, bueno no, del alma para hacerle eso a un ser humano.  Así sea el mismísimo Adolf Hitler tienes que tener demasiada desconsideración para abandonar a un ser humano a su suerte, después de haber hecho un vínculo fuerte con él. Evidentemente no tengo las respuestas de por qué lo hizo, solo llamaba para decirte que no le busques más. No tiene caso. Olvídalo…

El sonido del teléfono muerto retumbó en los oídos de Rocío, ni siquiera tuvo oportunidad de contestar.  Colgó el teléfono, fue por una copa a la alacena, cogió un par de cigarrillos y fue hacia la licorera. Ya con el vino en mano, se acercó a su mesa de cama tomó un libro y salió al balcón. Su apartamento estaba en el piso 22, la vista hacia la ciudad era peculiar, delante de su edificio se levantaba un enorme rascacielos de 60 pisos, la mayoría de ellos oficinas.  Usaba poco el balcón, y cuando lo hacía le gustaba que fuera de noche, así podía admirar el espectáculo de luces que se producía por el ajetreo de la enorme ciudad.

Bebió dos copas de vino y fumo aquel par de cigarros, mientras lo hacía se reprochaba a sí misma, pensaba una y otra vez si aquel tipo había dado alguna señal de no querer nada serio, la verdad es que ahora mismo no lo sabía. Ni siquiera estaba segura, miles de sentimientos le sacudían la cabeza, fue mala idea tomar aquel libro, no podría leer en aquellas condiciones.

El reloj marcaba las 9:47, ella veía hacia el horizonte, subió al borde del pequeño muro que había en su balcón, la bata verde que llevaba en ese momento hondeaba al ritmo del viento, logró ponerse de pie sobre la barandilla….

9:48, cerró los ojos y permaneció en silencio varios segundos, se colocó las manos entre los pechos como si rezara. Todo se volvió silencio.

9:49, Se metió las manos hacia la bata, sacó el crucifijo de ella y lo arrancó con las dos manos. Trastabilló…. El crucifijo se desprendió de sus manos, las preocupaciones aparecieron en su mente, poco a poco vio cómo su vida caía hacia el precipicio, la baratija rodaba en el aire sin control, era tan pequeña que la perdió de vista, cortaba el aire como si fuera mantequilla, aquel pequeño objeto se caía a una velocidad que parecía descomunal.  De repente cayó al suelo, rebotó en él y se perdió entre la oscuridad de la noche, al igual que la vida de aquella pobre mujer. 

El reloj marcó las 9:50.

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