Ricardo caminaba a paso acelerado por las calles de aquella ciudad un poco
vieja y polvorienta, se detuvo en un puesto de periódicos y se hurgó en los bolsillos, sacó un billete
de 20 pesos y se lo dio al tendero. Tomó
uno de los diarios, y lo ojeó. Sonrió para si mismo y continuó caminando. Con destino fijado.
El destino de aquel joven era Santa Mónica, un pequeño pueblo a las afueras
de la ciudad, que tiempo atrás había
sido famoso por su vida alocada. Las
drogas, la cerveza y el sexo eran cosas habituales en aquel lugar. Los habitantes de pueblos aledaños solían
viajar a Santa Mónica simplemente para sumergirse en el poder del vicio.
A decir verdad, poco de esto importaba ya, aquellos días gloriosos y no tan
gloriosos habían pasado al olvido por los habitantes de aquel pequeño lugar;
Santa Mónica se había convertido en un pueblo olvidado que fue hundiéndose poco
a poco después de los acontecimientos violentos que se fueron suscitando.
Ricardo lo sabía muy bien, había vivido tiempos difíciles y comprendía
exactamente lo que significaba aquel lugar. Por más horrible que fuese, él
siempre llevaba consigo un cariño especial, a ese mundano pueblecillo situado
en la frontera de la ciudad.
Recorrió con calma las calles,
escudriño con bastante meticulosidad el ambiente, pese a los cambios en algunos
edificios el ambiente era exactamente igual.
Pasó junto a un pequeño jardín de donde tomó una pequeña margarita y se
dirigió a paso firme por un callejón.
Dobló a la derecha en dirección al norte y después hacia la izquierda hacia
el oeste, continuó su paso y de pronto quedo inmóvil.
Frente a él se alzaban las rejas con unos detalles cristianos. Un arco
señalaba la entrada. A lado un letrero un poco oxidado ponía en tipografía gótica:
“Cementerio general de Santa Mónica”
Entro por el gran arco y recorrió una a una las tumbas hasta llegar a la
que buscaba. Suspiró hondo, tomó la flor entre sus dedos, la olió una última
vez y la depositó después en la cripta que tenía delante de él.
Se puso en cuclillas y mientras tocaba aquella tumba empezó a hablar:
- –Recuerdo
lo mucho que te gustaba sentarte junto a ese almendro en el parque, recuerdo como le hablabas a tu gato, recuerdo
como fruncías la frente cuando algo te molestaba.
Todavía recuerdo lo mucho que te gustaba el helado
de piña y también lo mucho que te gustaba correr en el parque. Como olvidar
aquel gesto que hacías cuando algo te sorprendía, eso sin duda me encantaba.
También me acuerdo de esos hoyuelos que se
formaban en tus pómulos cuando reías. Los osos de peluche que guardabas junto a
la cama. Tú disco favorito, los días que ibas al cine, lo que solías leer, lo
que no te gustaba de las personas, el tiempo que le dedicabas a los estudios,
como ibas vestida a las fiestas…
Es un poco irónico como lo único que queda ahora
son recuerdos, ese tipo de cosas que uno jamás podría pensar que fuesen
valiosas y que al final es lo único que nos queda cuando alguien se marcha y
nos deja en este mundo. Es una pena que
te hayas ido tan pronto Rosa…–
Interrumpió la frase. Se puso de pie, dio media vuelta y se marchó dejando
atrás aquellos recuerdos perdidos. Tomó el periódico y lo depositó en un bote
de basura, el cielo gris paseaba por
encima de su cabeza, dejó caer una lágrima hasta la tierra, la primera impacto
aquel bote de basura y mientras la silueta de Ricardo se alejaba la naturaleza
desató su furia y cayó un diluvió, el agua manchó la tinta de la primera plana en la cual el
encabezado rezaba “Liberan al asesino Rosa Méndez”.
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