Uno crece y los árboles crecen con él, la vida se le va desvaneciendo en un vaivén de problemas y amoríos, en una sucesión de hechos a veces inexplicables que sólo traen consigo las complicaciones del vivir.
Entonces un día se marcha de aquel lugar con la esperanza de empezar las vivencias en un lugar totalmente ajeno a ti. Después de un tiempo se aburre y repite la operación hasta quedar totalmente insatisfecho. Es en aquel momento en el que decide volver a las raíces.
Apenas ha pisado el suelo y el aire se nota raro. Los murales de la calle hacen notorio el paso del tiempo. Ha sido un paso muy violento. Por aquellas calles donde los niños solían salir a jugar, no quedan más que árboles grandes y silenciosos que guardan los secretos de tantos años.
Uno se detiene, mira un poco extrañado aquel lugar del que ya no se siente parte, ve y siente como la vida se le ha ido en un abrir y cerrar de ojos, intenta pensar de dónde es, sin conseguir una respuesta satisfactoria.
Suspira para sí mismo y se pierde entre los pensamientos de una infancia que se ve difuminada, se pregunta cuánto tiempo ha pasado desde aquellos días en el que solía sentarse bajo aquel almendro a contemplar la puesta de el sol.
Vuelve a repasar minuciosamente todo el entorno, junto a las letras urbanas todavía sobresale aquel nombre que le hace sentir por fin en casa. Cierra los ojos y se prepara. Son las 7:45 p.m.
Una sonrisa se dibuja en su cara mientras se sienta junto aquel almendro para ver la puesta del sol.
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