Aquella vez que intenté escribir un cuento que nunca acabó. Repasé los apuntes como si hubiese un error en la creación, un bloqueo o un algo que me impidiera terminarlo. Pronto descubrí que ese cuento jamás acabaría. Tenía un vacío argumental... Un no se qué... que qué se yo... Algo tan molesto que su autor, yo, había empezado a pensar que no valía la pena terminarlo. Me abandoné un poco del mundo de la escritura y me sumergí en el canto de las aves y el olor de la espuma de una buena cerveza. Lo arrumbé y lo dejé morir hasta que empezó a hincharse y un olor nauseabundo emergió de él. Era tan fuerte que me dejó aturdido, mareado, con ganas de vomitar. Ese olor me había recordado que en algún lugar recóndito, escondido entre recuerdos vagos de desamoríos y lecturas incompletas de la universidad, tenía una idea que jamás vio la luz. Regresé entonces a las notas, a los libros, al internet, a las vagas ideas apuntadas en un bloc de notas. Inventé un mundo d...